lunes, 22 de abril de 2019

Los Recuerdos Son Raíces.


Quien no tiene recuerdos
es como un árbol sin raíces
al que se lleva el viento.

Ha pasado mas 

de un cuarto de siglo.
 Y aún nos cuesta des-apegarnos.

“Ser en la vida romero,
romero que pasa siempre
por caminos nuevos…
Ser en la vida romero,
pasar por todo una vez.
Una vez sólo, y ligero”,
nos pide mi mamá,
en la comida de despedida
de la casa de Américo Vespucio Sur 406.

La pena no se acumula.
La felicidad no se guarda.
Uno es también lo que le falta.

Soy ciego, dice Borges,
y por eso me importan tanto
los colores que no puedo ver.

A unos nos falta la mamá.
A otros el papá.
A todos nos une hoy,
la falta de la Tita Olla, la Alita,
el Tata Patricio Guzmán de la Fuente,
la Nana, la Luchita, la tía Raquel,
la tía Ena monja, el tío Hugo solo.

Están con nosotros
porque todavía nos faltan,

Es humano reír y llorar.
Con el tiempo nos podremos reír,
de lo que hoy día nos hace llorar.

La penas se pasan con tiempo.
La alegría se aprende riendo.
Lo malo pasa, también lo bueno.

A vivir se aprende viviendo.
“La cosa mas real y bella es vivir.
Y no olvidar que es nuestra tarea.
Estemos donde estemos, hemos de vivir
como si nunca hubiésemos de morir”,
dice el poeta turco Nazim Himket.

Si es verdad lo que creemos,
todo el que cree aunque muera vivirá.
Nadie que cree muere en realidad
Como dijo muy bien la Rosario,
si están en el Cielo como creemos,
estarán riéndose de cosas
que antes les molestaban.

Es necesario el rigor.
Pero no es suficiente.
Sólo la esperanza basta,
para fracasar contentos.  

Es mejor ver cien pájaros volando,
que tener uno en la mano.

La felicidad está en nuestras manos.
Aunque no podamos cambiar el mundo
como ellas querían,
podemos cambiar lo que hacemos de él,
mientras tanto.

Creer, es querer creer, dicen.
Quiero creer, y creo
que todo lo que nos falta está en el cielo.
Que, como dice Santa Teresa,
“Solo Dios Basta”.

Germán del Sol Guzmán


Recuerdo al Tata Patricio, alto, sereno;
elegante, cariñoso, lleno de bondad.
Protegía por si acaso a la Rosario:
“a las mujeres no se las toca,
ni con el pétalo de una rosa”.

Su ingenio, la Maestranza,
Rafael Arancibia, el misterioso socio,
las casas que arreglaba con Celli,
la locomotora a vapor,
el mono inflable Michelín del compresor,
el taller lleno de herramientas ordenadas,
su placer de arreglar cosas, que aprendí,
y que es un modo de poner la mente en blanco.
El Ford 30 el domingo en la mañana.
El silencioso Chevrolet 51 azul,
en el que fuimos a Viña “sin una pana”.

El Hotel Inglés de Casablanca,
donde tomé la primera Coca-cola.
No me gustó, pero fue inolvidable.
Los gustos son aprendidos.
La Coca-Cola, la langosta, o el coraje.

La Tita Olla iba a Los Gobelinos
todos los meses a cobrar sus juguetes.
El dueño la reconocía y la hacía pasar
para pagarle. Y ella sonriendo le decía:
“Después de que pase toda esta gente
que está esperando su cheque”.

Hay que renovarse con los tiempos.
 “Seguir la tradición”, me dijo,
“no es usar el sombrero de tu abuelo,
sino comprarse uno nuevo como hacía él.”

“Lo importante no es cuidar las cosas”, me decía,
“sino cuidar el cuidado con que ellas están hechas”.

Con cuidado arreglaron su casa de Montemar.
Y la prestaban con preciosas instrucciones:
“Al llegar a la casa” que escribió la Tita Olla,
“Al dejar la casa” que escribió el tata.

Como desde la vereda de un pueblo,
mirábamos pasar cada tarde una fila de autos
a ver ponerse el sol en el camino a Con-Con.

Quedábamos inmóviles por el movimiento,
tan absortos por si ese ir y venir,
como si fuera el fuego de una chimenea,
o las olas del mar que vienen y se van.
Cuando se retira la ola en Reñaca,
hay que correr para sacar las jaibas,
de esa parte de la playa que aparece brillante.

La Tita Olla tenía talento 
para tratar con belleza y rigor
las cosas mas verdaderas de la vida.
Para bien y para mal con su sabiduría
todo parecía mas fácil.
El matrimonio con amor,
y sino en silencio inocente.
La plata con trabajo honrado,
y sino la pobreza era virtud.
No había nada que transar.
Ni debilidades que aceptar.

Tenía ingenio para descubrir que los niños
juegan con cosas de verdad.

Con el escritorio con carnet, block de papel,
lapicera a pluma y tinta china, sobres,
lacre para sellar, y sobretodo chequera.
Su atracción fatal garantizaba
que mis amigos fueran a mi fiesta.
Y después a veranear en Reñaca
para conocer a la Carmen y a la Pilar.

Los muñecos de madera articulados
con un esqueleto elástico,
fueron primero huasos bailando cueca,
y después futbolistas de todos los países
que jugaron en Chile el mundial del 62.

 Para las niñitas fabricaba el almacén,
con el mueble típico de entonces,
pero tenía un carro de supermercado,
y si no lo estoy inventando,
hasta una caja registradora,
jugos Nobis en miniatura,
que nos tomábamos a la pasada,
y tazas, platos y jarros de loza
que la Manena y la Paulina,
y unas niñas que cruzaban el jardín,
pintaban a mano en el taller del fondo.

Escalábamos las jabas
en que llegaba la loza de Penco,
o la higuera que después de almuerzo,
se quebraba.

Un domingo del año 64, si no me equivoco,
hubo elecciones presidenciales, y un terremoto.
Y un domingo del año 60 en que se casó
no sé si Pato o la Paulina, otro terremoto
mientras estábamos en el teatro Brasil,
la Pilar, la Carmen, Cristián y yo.
Esperando que empezara la fiesta,
para tomar helados.

Pero la cosa más cuidada y bella
que me hizo la Tita Olla con sus manos,
es un cuaderno con palabras en ingles,
y su significado pintado por ella.

Fue feliz en sus viajes a EEUU,
y después a Europa en carpa,
con Perico y la Nina, y los Correa.


Una vez le pregunté porque en los diarios
había puras noticias malas, y me dijo,
 “La gente feliz no es noticia,
ni sale en los diarios”.

La última vez que vi a la Nana,
ella me miró a los ojos,
y me dijo sin pena,
¡Que seas feliz!
Fue la primera vez que pensé
que es lo mejor que uno puede esperar.

Cuando me iba a Barcelona,
lo único que me dijo fue, “prueba las cigalas”.
Otra vez me dijo, “Que en tu casa nunca falten
las cosas heredadas. Todo lo demás,
se puede comprar”.
“Para todo lo demás está Visa”,
dicen ahora.

En verano, la Nana nos llevaba
a recorrer los cerros de Valparaíso,
que ella quería mas que a Paris.
Subíamos y bajábamos en ascensores
que crujían oxidados, solos, oscuros,
misteriosos. Pero no íbamos por eso,
sino por el café helado
y los churrascos del Café Riquet,
que mirábamos con hambre desde arriba,
mientras dábamos vueltas por  los cerros.
Íbamos, los cuatro primos más grandes,
aunque siempre los Rodríguez
fueron la luz de sus ojos.

Contaba que en Paris
cuando hacía mucho frío,
para calentarse las manos
compraba castañas asadas,
y se las metía en el bolsillo.

Apenas llegábamos a Ejército 141,
la Luchita nos llevaba a buscar huevos
en el gallinero “del fondo”,
que nos hacía después revueltos
en una paila abollada.

Un día, descubrió que tenía un calcetín roto
y me lo zurció sobre un huevo de madera.


Como seguramente me daba vergüenza,
me dijo: un calcetín zurcido
es mejor que un calcetín nuevo,
que cualquiera puede comprar.
Demuestra que alguien te quiere, y te cuida.

De la Luchita también aprendí,
el gusto por lustrar los zapatos.
Me decía, “cuando quieras saber
como es (de cuidadosa) una persona,
mírale los talones de sus zapatos”.

Me decía que cuando tuviera pena,
me acercara a una fuente
a escuchar correr el agua.
Como en esa pila de piedra,
que después estuvo en la entrada.

En los almuerzos de los domingos,
la gritería de los grandes era tal,
que parecía que se iban a matar.
Los niños callados esperábamos
mientras la fuente pasaba,
de puesto en puesto antes de llegar.
Después de la empanada
servían una taza de té.
Los platos más esperados
eran la escalopa cordón bleau,
que la Tita Olla aprendió en Puerto Varas
en su luna de miel, el bistec a lo pobre,
y el nido hecho de puré de papas dorado,
con dos huevos fritos al centro.

Para la Pascua, después de comer,
tres horas antes de la Misa del Gallo
para poder comulgar,
había que superar la vergüenza
y hacer “representaciones”.

A la vuelta de Misa una Pascua,
encontramos en el pasto a medio vaciar,
la bolsa roja del viejo pascuero.
Demostración definitiva que les día,
a la Carmen y a la Pilar,
de que el Viejo Pascuero existía.

En los matrimonios de los Guzmán Bravo,
siempre estaban el tío Poncho Guzmán
y su mujer la Mariíta Matta, que vive aún,
y Alfonso y José Antonio Guzmán Matta.

Me sorprendía,
que mujeres tan buena mozas como la Manena,
estudiaran matemáticas,
las acuarelas del auto volador que inventó Willie Guevara,
20 años antes que los hoovercraft,
la casa de la Nina y Perico con el corredor en pendiente,
que yo copié en el Hotel Remota en Puerto Natales.

La música de Bach, que escuchaban Pato y Alberto
en su escritorio a la entrada,
el patio de luz repleto de mügets,
el canasto que subía y bajaba a la casa de la Nana,
el timbre escondido en el ojo del dragón chino
al pie de la escalera,
el olor a madera,
la cortina modernísima que la Julita Alcalde pintó,
para la pieza de la Olguita, mi hermana.

Conocí la felicidad
de la vida al aire libre en el campo,
gracias a la generosidad
de la Tía Mariana y del tío Fernando,
las personas más simpáticas y cariñosas.

Un día galopando por la alameda frente al campo,
su potro el Retinto se metió entre de dos caballos
que iban adelante, y le quebró las piernas.
No entendíamos que lo mandara al matadero.

Mi mama que no era de campo nos hacía camisas,
el Pocho me ensillaba la Mora,
una lámpara encendida toda la noche en la llavería
del fundo Los Huertos de Quechereguas,
el enorme dintel de las ventanas con postigos
en los muros gruesos de adobe de las casas,
las idas a Misa en el coche,
un ford 30 partido por la mitad
tirado por un caballo con anteojeras.

La belleza y libertad para pensar de la tía Carmen,
que se completaba tan bien con el rigor de mi madre.

La independencia o timidez del tío Juan,
de la Paulina, y de Rafael Molina,
que también es una buena posibilidad para sobrevivir
en una familia tan rica y diversa.

El carisma de la Nina, el parvulario y  sus clases.
La manera acogedora de escuchar de la Nana,
su estadía en Paris,
el libro de Cocina Popular,
que me ayudó a comer bien en Barcelona,
pero sobretodo junto con los juguetes de la Tita Olla,
me hizo ver el esplendor que tiene nuestra familia,
y confiar en el amor al trabajo bien hecho,
para lograr mucho mas que sobrevivir.

La Rosario casi mi hermana mayor, 
la Carmen y la Pilar mis compañeras,
la Marianita y la Carolina, tan cariñosas,
y siempre adelante en la vida:
los hombres somos más tontos,
y nos demoramos en entender.

La suerte de tener todavía una madre,
y dos abuelas que nos cuidan
desde el más allá.

Mi papa, todavía en el mas acá,
tan callado y necesario,
aunque nadie lo conozca muy bien.

Y la bondad de mi abuela María
que nos dio la seguridad afectiva necesaria
para vivir mas o menos bien
la vida que nos ha tocado vivir.

Los quiere,

Germán del Sol Guzmán


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